EL TURISTA Y LAS 5 PLAGAS (por Mercedes de Miguel)

El sentido de la hospitalidad es, a sus gentes, inversamente proporcional a la belleza del paisaje.

No voy a mencionar el lugar al que me refiero, pero muchos de los que han visitado esas tierras lo reconocerán de inmediato. Ítem más, algunos foráneos, si poseen capacidad de autocrítica, se verán reflejados en este breve bosquejo que no pretende ser, ni mucho menos, un tratado o compendio de la idiosincrasia de la zona.

Naturalmente, me estoy refiriendo al trato que se les dispensa a los que ellos llaman despectivamente «turistas», o, aún peor, «veraneantes».

Nada más penetrar en este territorio hostil, el extranjero —sea «guiri», sea de la Comunidad Autónoma de al lado, ¡no digamos ya si es madrileño!—, se topa con la pareja de motoristas de la Guardia Civil de Tráfico, que le miran tras las gafas Ray-Ban con expresión socarrona que el turista no puede ver, y mascullando una amenaza velada que tampoco puede escuchar, en términos parecidos a estos: «Tú excédete nada más que un 1% de velocidad, o pasa el semáforo en ámbar, que del paquete que te meto se te van a quitar las ganas de volver por aquí «pa» siempre».

La siguiente de las coyunturas cada vez va teniendo menos auge, gracias a la existencia de los navegadores incorporados a los vehículos o a los GPS, pero si alguien careciera de dichos artilugios, mi consejo es que se lo piense bien antes de preguntar a un lugareño cómo se va al famoso «punto turístico X». Si —ajeno a todo esto que estoy relatando— comete la imprudencia de hacerlo, terminará por perderse en los montes viendo cómo peligrosamente se hace de noche y las estrechas carreteras asfaltadas van convirtiéndose en pedregales sin salida.

El turista —especímen optimista en vías de extinción—, a quien todo le parece «dabuten» porque está de vacaciones (dejemos aparte al cantamañanas que siempre está cabreado, sea en vacaciones o en jornada laboral) le quedará, encima, muy agradecido por haberle permitido conocer semejante ruta pintoresca que no venía en los mapas ni en Google Earth, y piensa que simplemente no entendió bien sus amables explicaciones. Nada más lejos de la realidad: el paisano ha obrado con toda su mala fe al darle unas indicaciones imprecisas. «Que quieres subir al merendero de La Virgen de Las Coletas, ¿eh? ¡Pues da gracias de no despeñarte en el intento!»

En los chiringuitos playeros sorprenden los precios exorbitados del «menú del día», que se incrementan considerablemente si el mismo es regado con el fantástico «vino de la casa». La afirmación no es gratuita: el aumento puede llegar a los 10 euros por una botella de vino peleón. Lógicamente, el lugareño no picará, porque sabe que el susodicho menú del día no es más que un coladero con el que hacer el agosto a costa del veraneante, así que sorteará hábilmente la sutil oferta, eligiendo preferentemente cualquier plato sencillo de la carta mientras observa por el rabillo del ojo a la familia «de fuera», que, llena de arena de la cabeza a los pies y cargando con sillas, toallas y sombrilla, se detiene ante el atrayente cartelito anunciador, siendo la madre —generalmente— quien exclama alborozada y con voz cristalina, un tanto aguda: «¡Mira, Paco! ¡Aquí tienen menú del día!».

A Paco solo le interesa tomarse una jarra helada de cerveza para olvidarse de las tediosas horas de playa que ya lleva en el cuerpo, y las que le esperan, mientras añora su trabajo en la oficina, que odiaba justo hasta el momento en el que se puso ese ridículo bañador y luego tuvo conciencia de imbécil cuando le timaban con la cuenta en el chiringuito. En ese preciso instante hubiese rogado a su jefe que le obligase a hacer horas extras durante el mes de agosto y, es más, habría levantado un altarcito a esa figura tan de moda en otras épocas del «Rodríguez». Se limita, no obstante, a sonreír con cara de gilipollas ante la bandejita metálica que un camarero de procedencia indefinible deja sobre la mesa con el recibo. Su mujer, por el contrario, está encantada. Le anuncia, casi gorjeando como un gorrión, que ha visto un cartel anunciador de «La fiesta del veraneante» para el día siguiente. Paco eleva los ojos al cielo, en un gesto inequívoco de: «¿Pero todavía me pones más pruebas, buen Dios? Mira que soy un buen cristiano, que voy a misa… a veces».

En realidad, esa fiesta que se celebra a finales de agosto, en teórico homenaje a las buenas gentes que han decidido elegir para pasar unos días esas tierras y fundirse gran parte de sus ahorros, no es más que una manera de decirles: «¡Por fin os vais!».

turistas

El título hablaba de 5 plagas. Pues bien, ahí van:

«Turistas, estáis aquí, bienvenidos seáis» (la boca, al decir esto, no es pequeña, es que no cabe ni una pajita por ella).

«Probablemente vengáis de sitios más cálidos, buscando frescor. Aquí lo vais a hallar» (Ni con la rebequita conservas el calor en el cuerpo, oiga).

«Bueno, parece que el frío no es suficiente. ¿Qué tal un poco de lluvia? (Empieza con un “calabobos” y termina por arreciar, hasta el punto de que hay que guarecerse bajo los soportales para no encoger).

«Pues ahora que os habéis mojado bien, un poquito de calor para que os resudéis».

«Y este es el momento de soltar a los tábanos autóctonos para que os acribillen como os merecéis, ¡turistas!».

2 respuestas to “EL TURISTA Y LAS 5 PLAGAS (por Mercedes de Miguel)”

  1. Bueno, la verdad es que no estoy para nada de acuerdo, vengo justamente de ser un «trabajador» del verano, con muchos años a cuestas tratando, siendo camarero, con turistas de toda clase social y puedo decir, sin temor a equivocarme, que el tiempo de los «benditos» (por inocentes), turistas, pasó (a bien gracias), a la historia y a la fantasía de quienes se dedican a la pluma. Y todo esto sin quitarle mérito a este post tan simpático de Mercedes de Miguel, por supuesto.

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