Siempre se consideró buena persona. Tener un alto concepto de uno mismo es una tarea fácil o difícil según el propio ego. Su ego era grande, su corazón pequeño, tan pequeño, que aunque quería engrandecerlo tenía dudas sobre su existencia. Por eso se preocupaba de exagerar sobre su buena fe, sus sentimientos, sobre su amor, su amistad y todos los valores que no tuvieran nada que ver con lo material, aunque solo lo material realmente le importaba.De pequeño le jodió tener un hermano…un hermano menor. Compartir. Aunque pretendía amarle, su consciente le decía que le había robado el trono. Amar era su obsesión. Ser amado su frustración. Nunca se sentía lo suficientemente amado. Por eso sus relaciones siempre fracasaron. Decidido a combatir frustraciones y obsesiones, se convenció de estar enamorado.Yolanda era un buen partido. La chica era mona. Seguro que era el deseo oculto de muchos de sus amigos. Tenía trabajo estable, y dos carreras. Qué más podía pedir alguien que a trancas y barrancas había sacado el graduado y que se dedicaba a sus casi treinta a repartir pizzas.Soñador compulsivo nunca tuvo claro su destino. Por la buena posición de Yolanda fue probando todo tipo de motivación para rellenar su vacío. Dio todo tipo de curso que nunca acabo para ver si de esa forma podía alcanzar alguna meta. Pero en el fondo nada le interesaba. Cambiaba de opinión más que de calzoncillos. El inglés fue su primer reto, pero el profesor, según él, le tenía manía.
Lo mismo pasó con el profesor de escritura creativa. Nunca valoraba suficiente su trabajo. Opto por seguir indagando las distintas ramas del arte. No importaba cual. Si consigues la fama, tienes dinero fácil. Supongo que no había visto “Fama” y no recordaba la manida frase de “La fama cuesta”. Pero lo que era el trabajo duro y la constancia no eran sus fuertes.
Según el mismo se auto convencía de que necesitaba una vida llena de experiencias, que no le valía una vida normal. Su vida pasaba a ser normal en el momento en que lo que fuera que le hubiese interesado se convertía en diario o le suponía un esfuerzo más allá de estar sentado en el sofá viendo la tele o durmiendo.
Rompió con Yolanda, y mira que Yolanda tuvo santa paciencia. Pero unos cuernos devastadores pudieron con ella. Su peso no los soportó su cabeza.
Lloraba, lloraba como una niña, diciéndole que la amaba, pero que, no era su culpa, que la culpa era de él, que no sabía que le pasaba.
Le pasaba lo que sí sabía. Como niño caprichoso se cansaba de cualquier juguete, y era hora de romperlo si quería conseguir uno nuevo.
Así que la rompió el corazón.
Y fue dando saltos de un amor a otro, hasta que nuevamente necesitó tomar una decisión. La necesidad obliga. Su casa era un desastre y las tareas del hogar no están hechas para los hombres.
«No soy machista»- decía. «Defiendo a la mujer. Defiendo la igualdad.»
Y lo mismo que se le llenaba la boca y se le ensanchaba el alma con esas frases, le iba engordaba el culo sentado en el sofá viendo el fútbol mientras que cualquiera de sus conquistas intentaba poner orden a algún rincón de su casa o le preparaba la comida. Rascarse los huevos siempre era mejor que freírlos. «Eso que lo hagan ellas», pensaba en alto sin que le oyeran.
Irene su nuevo amor no era especialmente atractiva y era bastante mayor que él. Pero cumplía sus expectativas. Ella estaba como loca teniendo como pareja a un “jovenzuelo” de 48 años, diez menor que ella, así que lo daba todo por su amor y todo estaba permitido y todo lo comprendía con tal de no perderle.
Él se había aprendido bien la frase para condicionar cualquier discusión “ponte en mi piel”, y con esa frase la injusticia se ceñía sobre la cabeza de Irene, que pensaba lo malpensada que era, lo egoísta que era, que él, claro, era más joven, que tenía que entender que él tenía necesidades que ella a su edad no tenia, que normal que todos los sábados saliera por la noche con los amigos, que normal que entre semana saliera después del trabajo a cenar con sus amigos, que normal que viniese cansado, que normal que ella , que no había salido, fuese sola a la compra, que le preparase la comida, que recogiese la cocina mientras el, que había estado de farra, descansase, mientras que ella debía acicalarse para que antes de que el volviera a salir por ahí el sábado, tuviese ganas de echarle un desganado polvo, como acontecimiento semanal digno de alabanza.
La insatisfacción de Irene fue creciendo. Y a pesar de intentar creerse y repetirse hasta la saciedad aquello de que todo era lo normal, decidió cambiar.
No movió un dedo durante semanas. Si algo tenía que hacer lo hacía por ella y para ella. No entraba en discusión. No contestaba mal. Cada vez que él le reprochaba algo ella simplemente contestaba “ponte en mi piel”.
El príncipe destronado obviamente no aguanto demasiado a Irene y salió de la casa con un orgulloso portazo y un: “pero tú que te has creído, vieja, a ti no te va a mirar nunca nadie, si eres una abuela, vieja y fea”.
Se sumergió en una cerveza y el partido de fútbol en el bar de enfrente mientras le contaba su vida a la nueva camarera. Esta vez, ella veinte años menor que él. “Ponte en mi piel, preciosa”, concluyó tras sus mentiras, poniendo cara de cordero degollado y haciéndose el interesante. Ella se rió a carcajada limpia. “Menos caperucitas, lobo. Tu piel tiene muchos años, mucho pellejo y muchas arrugas, que os creéis todos que por vosotros la edad no pasa, que falta os hace un espejo. ”.” le dijo en tono burlón. “y tu historia me la cuentan a diario, viejos lobos como tú, aburridos de su vida. A ver cuando os aprendéis otro cuento…Nosotras ya nos olvidamos del príncipe azul hace muchos años, y vosotros seguís como locos en busca de vuestra cenicienta, anda, venga, vete terminando la birra, que yo no soy psicóloga y tengo que chapar el bar que mi novio me está esperando…”